4.13.2013

Acercándose a lo profundo.


Me encontraba en el salón, tranquilo, viendo la televisión. Esa noche estaban emitiendo un programa estúpido, de esos que el concursante tiene que contestar a preguntas demasiado fáciles o demasiado difíciles, sólo para ganar algo de dinero. Bueno, quizá una gran cantidad de dinero.

En ese momento, mi madre entró. Estaba borracha como una cuba, y se tambaleaba de un lado a otro por el recibidor.

- ¿Aún despierto, cariño? - me dijo con voz pastosa.

- Llegas muy tarde, Madre -contesté, enmarcando la última palabra. - Dijiste que cenarías conmigo. Siempre haces lo mismo.

Ella se acercó al sofá, y cuando habló me arrojó su aliento fétido a la cara.

- ¿Y tú no? ¡Deja que me divierta un poco!

Me quedé a cuadros. Es más, ¿me pedía eso, y ya era la tercera vez que me lo hacía? Llegaba tarde, colocada, y muchas veces yo me iba a dormir con una cachetada. Pero hoy le iba a hacer frente. Al fin y al cabo, los padres no son los únicos que se pueden preocupar, ¿no?

- ¿A tí te parece que me pueda divertir cuando vuelves a estas horas? ¡Por Dios, son las tres de la madrugada!

- ¡No te atrevas a levantarme la voz, sucia rata! ¡Soy tu madre, respétame!

- ¡Y yo soy tu hijo! ¿Acaso no me merezco yo respeto también?

Lo que pasó a continuación de eso no me lo esperaba. Ella me contestó algo que no llegué a comprender del todo, y luego me abofeteó. Genial. Buena forma de estrenar el defenderse de una madre borracha. Supiré, conmocionado.

- ¡Pues no, enorme cacho de carne!

Aquello ya era el colmo. Como alma que lleva el diablo, me di la vuelta y salí de la casa. Mi madre me miraba sorprendida desde el interior. Cerré de un portazo, y me dirigí a la pequeña placita que había cerca de casa.

Caminando por encima del bordillo de la acera, me toqué el labio sangrante. Pero no era eso lo que dolía. Lo que en realidad dolía era  el inmenso agujero de mi pecho, que cada vez me arrastraba más y más al abismo.

Sin previo aviso, me tiré al suelo. Sinceramente, pensar en el dolor físico, me consoló en parte.

4.03.2013

Nereida.

El canto de las hadas folclóricas acompaña a Silfo mientras desliza sus dedos por los agujeros de su flauta travesera. Tiene los ojos cerrados, así que no puede vernos. Menos mal; porque Náyade se está limando las uñas y Ninfa está estudiando; al parecer soy la única que lo está observando.

Miro con atención los rápidos y pequeños movimientos que hace con los dedos. Me gustaría poder moverlos así... Pero mis dedos son torpes. Sólo sirven para pasar las páginas de los libros que devoro.

¿Qué más podría decir? Se supone que estoy haciendo una presentación. Pero... ¿Qué pasa entonces con Silfo?

Creo que esperaré a que acabe.

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  Ey, hola de nuevo. Sigamos.

Creo que lo que más destaca de mí es mi torpeza. Es como una cadena que arrastro continuamente. Y es... Molesta. Yo también soy molesta.

No puedo entrar a la cocina, me está prohibido por lo manazas que soy. Les entiendo. Siempre que quiero ayudar, acabo estropeándolo todo. Y esa es una de las cosas por las que no me gusto.

Otra, podría ser el hecho de automarginarme. Y de que a la vez me marginen los demás. Ayudan bastante en lo que yo quiero. Marginarme. Siempre estoy sola, y no me gusta; pero yo no me acerco a nadie, y nadie se acerca a mí; soy la rarita del pueblo. La rarita a la que le gustan la música inteligente, los libros de aventuras y fantasía (¿por qué no tuve que ser medio normal y decantarme por el romance?), que no sabe bailar y viste ropa holgada. Nada de tops, minifaldas o pitillos que no me dejan respirar. Nada.

Luego, está el saber la ubicación de las dos bibliotecas del pueblo: la pública y la del instituto.

También me odian por sacar buenas notas, por prestar atención en clase y por tener amigos de verdad. Muy rara, ya os lo dije.

No me gustan los espejos. Sobre todo, porque en ellos me reflejo yo. Si lo hago, el espejo se rompe -sonrisa sarcástica.

Mi pelo es rubio ceniza, apagado y con ciertos mechones dorados. Mis ojos son demasiado grandes, negros y un tanto redondos. Se me antojan como dos canicas. Dos enormes y grandes canicas. Todo el mundo dice que son profundos y atrayentes. Yo no lo creo. Mi cara parece pequeña en comparación con mis ojos. Luego, mi nariz es de patata. Chata y redondita, sí. Junto con mis mofletes, se me antoja un poco adorable. Pero sólo se me antoja.

Me veo gorda, pero paso de volverme anoréxica. Soy demasiado nerviosa, y siempre estoy picando por eso.

Nunca me he enamorado. Quizá, sí que sea cierto el dicho ese que dice:

  "No puedes amar a alguien hasta que no te amas a tí mismo".